martes, 21 de junio de 2011

Nervión Cinema

Hace unos días revivimos sensaciones escondidas en lo más profundo del desván de la memoria. Se inauguraba la temporada en uno de los pocos cines de verano que sobreviven a las nuevas prácticas de ocio de las últimas décadas. Gracias a la familia que regenta el Cinema Tomares evocamos la niñez al amparo del manto de las estrellas, la pared blanca enmarcada donde se proyecta esa haz de luz aún mágico, las sillas de hierro pintadas de azul y los veladores en la parte trasera para degustar el tomate aliñao, pipas y chucherías varias, montaditos y otros refrigerios -de selecta nevería a la antigua usanza- que se sirven desde el entrañable ambigú, incluido el descanso de rigor en el pase de la cinta.

En la era de los multicines con salas por doquier de inacabable oferta de usar y tirar, aún perdura el recuerdo del séptimo arte con mayúsculas en ese circuito de reestrenos de películas donde la gente vibraba desde sus asientos al escuchar sólo la introducción musical de Ennio Morricone en los créditos de Por un puñado de dólares o La muerte tenía un precio. En el barrio de Nervión existieron cines míticos como el Nervión Cinema, el Goya, la Gloria o el Juncal, que reestrenaban cintas de otros memorables como el Lloréns, Imperial, Coliseo o Pathé por la influencia de los mismos empresarios que dominaban la industria del celuloide en unas u otras salas determinadas de Sevilla. La irrupción de la TV fue provocando la transformación en los hábitos sociales y la languidez del sector con la desaparición de numerosos cines emblemáticos. Precisamente dejamos constancia del último alzado del segundo proyecto de ampliación realizado por el arquitecto Antonio Gómez Millán correspondiente al Cinematógrafo “Nervión Cinema”, con más de mil butacas distribuidas en la planta baja y una gradería alta y viviendas anexas a la construcción, proyectado entre 1940 y terminado por distintos avatares en 1952, y ubicado en la Gran Plaza esquina a C/. Eduardo Dato y a C/. Beatriz de Suabia.


Y no dejo de ver reflejada en los rostros de los míos una ilusión, ya olvidada pero felizmente refrescada en este incipiente azote de la canícula veraniega. Al final se necesitó hasta la rebequita.