Cruzo el Cachón para descubrir un terreno ignoto en lo personal pese a las numerables referencias del lugar. Un plácido paseo por el pueblo de pescadores, hodierno colonizado en los meses estivales, te dan una referencia coexistencial de su paisanaje. Zahareños y “zaharauis”, término local del residente foráneo, beben sus vientos. Más allá recorro mentalmente aquel viaje a caballo de tres amigos alemanes en 1959 que sentaron las bases turísticas de aquel paraje intitulado Atlanterra.
La mirada se pierde en el horizonte, a la diestra la mancha blanca
recortada de Barbate timbrada por Vejer
hasta donde pierde la vista el litoral por el cabo Trafalgar, a la
siniestra un búnker vigía amenaza cualquier intento otrora beligerante y casas
imaginadas sobre la montaña jalonan la ensenada para llegar a la punta de
Camarinal. De faro a faro, un solo protagonista, el turquesa donde ahoga su
pensamiento un gaditano mar de sueños que acaricia el continente africano y
retorna al paraíso por otros anhelado.
Lugar de tránsito, de intercambio, de honda historia de
civilizaciones, observo absorto aquel Estrecho donde transita ese icónico manjar de almadraba
que desde Baelo Claudia surtía salazones y garum a todo un Imperio.
Me quedo con sus paseos en la bajamar de la tarde, con su
luz que atrapa cualquier mirada artística y que engulle la mar a la puesta de
sol pero que enciende rediviva el faro de Trafalgar instantáneamente para continuar
dando lumbre a nuestra alma. La vista a la sierra del Retín con sus molinos de
viento nos deja la silueta pastueña de la especie retinta que, generosa como la
tierra, tanto nos ofrece en torno a la mesa.
Multitud de anécdotas, iconos y gentes me llevo en la
mochila, como aquel testigo óxido del tiempo que emerge del mar para
anunciarnos que éste también quiso quedarse. El vapor Gladiator, matriculado en
Glasgow, partió de Gibraltar en 1893 con toneladas de azúcar para las islas
británicas pero no pudo completar su viaje embarrancando su melaza en aquel
terruño zahareño. La sal del son. La
malla de su red acunada por la protección amurallada de su Virgen del Carmen,
zurcida a levante y poniente por el esfuerzo envejecido de callosas y anónimas manos,
también me atraparon para siempre.
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