Siete finales, seis títulos, máximo goleador y récord de partidos jugados por un extranjero con la camiseta blanca y roja. No quedan registros por batir, ni tu sencillez repara en lo realizado, tu procedencia humilde solo piensa en crecerse ante la adversidad para lograr un mundo mejor en esta selva que se ha convertido el planeta. Un futbolista con letras mayúsculas que vanagloria al deporte rey en contraposición a tanto mercachufla de cartón-piedra que no ven más allá de su propio ego. Te tocó vivir momentos muy tristes también pero cuántos más felices y bellos disfrutaste y nos ofreciste. Siete años de vivencias intensas.
Por primera vez te observé bailar claqué desde la grada en tu debut amistoso ante el Celta (5-0) un 21 de agosto de 2005 que iniciaba la temporada del Centenario y te despedí ceremonioso acompañado de mi niña en un partido de liga ante el Rayo (5-2, marcaste el último cómo no) una tarde de mayo de 2012 -siempre mayo en el recuerdo-, cediéndole a ella el testigo de un escudo convertido en pasión y sentimiento que un día me transmitieron mis mayores. Se sucederán otros homenajes recientes y futuros en el tiempo porque todos cerrarán sus ojos y soñarán que aún juega de blanco y rojo una alargada sombra que tantos valores nos transmitió.
Te vas de presencia física pero no dudes que tu semilla de ébano germinó en la pradera hispalense. Tus gestas serán evocadas porque fueron grabadas a hierro y fuego en la piel y la memoria de quien tuvo la dicha de presenciarte, resumidas en una sola frase con una tremenda carga emocional: Yo ví jugar a Kanouté. No hizo falta que te llevaran a hombros desde el Sánchez-Pizjuán hasta la Gran Plaza como a Biri-Biri, otro de los pioneros hermanos africanos que pisaron esta tierra por los setenta; tu bendita estampa émula de la artística escultura de Giacometti El hombre que camina, querido Frédéric Oumar Kanouté, se proyectará for ever con el número 12 a la espalda, el dorsal de la mejor afición del mundo. Y es por eso y mucho más que, colorín colorado esta historia no se ha acabado; seguirá latiendo por siempre jamás en el corazón de Nervión.
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